Vocación

Por: Ortega y Gasset

Cuanto más autentica sea nuestra conducta vital, más autentica será la predicción de nuestro fututo.

Y esta autenticidad comienza por consistir en darnos cuenta de que la periferia de nuestra vida, lo que, como solemos decir, “nos pasa”, no está en nuestra mano, ya que ni siquiera está en nuestra mano no morir dentro de un instante. Pero que sí está en nuestra mano el sentido vital de cuanto nos pase, porque eso depende de lo que decidamos ser. En cada instante se abren ante el hombre múltiples posibilidades de ser (puede hacer esto o lo otro o lo de más allá). De aquí que no tenga más remedio que elegir una. Y evidentemente si la elige, si elige hacer ahora esto y no lo otro, es porque ese hacer realiza algo del proyecto general de vida que para sí ha decidido. El vivir, pues, es no poder dar un paso sin anticipar la dirección o sentido general de cuantos va a dar en su existencia. Siendo así las cosas, la cuestión sobre el don profético del hombre se vuelve del revés. ¿Cómo no va a poder vaticinar si, por lo menos, con respecto al sentido general de su vida singular es el hombre quien lo decide? Por lo menos, en este sentido y límites vivir es profetizar, anticipar el porvenir. Ese programa vital que cada cual es y que da el contenido interno y positivo a lo que “nos pasa” (recuerden que una misma cosa que pasa a hombres distintos adquiere en cada uno sentido diferente, así, el hecho idéntico de estarme oyendo, ahora es en cada uno de ustedes un acontecimiento vital de perfil más o menos diferente), ese programa de vida que cada cual, es, claro está, obra de su imaginación. Si el hombre no tuviese mecanismo psicológico del imaginar, el hombre no sería hombre. La piedra para ser no necesita construir con su fantasía lo que va a ser, pero el hombre sí. Todos sabemos muy bien que nos hemos forjado diversos programas de Vida en los cuales oscilamos realizando ahora uno y luego el otro. En una de sus dimensiones esenciales la vida humana es, pues, una obra de imaginación. El hombre se construye a si mismo, quiera o no, de aquí la honda expresión de San Pablo, el oikudomein, la exigencia de que el hombre sea edificante. Nos construimos exactamente, en principio, como el novelista construye sus personajes. Somos novelistas de nosotros mismos, y si no lo fuésemos irremediablemente en nuestra vida, estén ustedes seguros, que no lo seriamos en el orden literario o poético.

Pero aquí viene lo más importante: esos diversos proyectos vitales o programas de vida que nuestra fantasía elabora, y entre los cuales nuestra voluntad, otro mecanismo psíquico, puede libremente elegir, no se nos presenta con un cariz igual, sino que una voz extraña, emergente de no sabemos que íntimo y secreto fondo nuestro, nos llama a elegir a uno de ellos y excluir los demás. Todos, conste, se nos presentan como posibles (podemos ser uno u otro), pero uno, uno sólo se nos presenta como lo que tenemos que ser. Éste es el ingrediente más extraño y misterioso del hombre. Por un lado es libre: no tiene que ser por fuerza nada, como le pasa al astro; y, sin embargo, ante su libertad se alza siempre algo con un carácter de necesidad, como diciéndonos: “poder puedes ser lo que quieras, pero sólo si quieres ser de determinado modo, serás el que tienes que ser”. Es decir, que cada hombre, entre sus varios seres posibles, encuentra siempre uno que es su auténtico ser. Y la voz que le llama a ese auténtico ser es lo que llamamos “vocación”. Pero la mayor parte de los hombres se dedican a acallar y desoír esa vos de la vocación. Procura hacer ruido dentro de si, ensordecerse, distraerse para no oírla y estafarse a sí mismo sustituyendo su auténtico ser por una falsa trayectoria vital. En cambio, sólo se vive a sí mismo, sólo vive de verdad, el que vive su vocación, el que coincide con su verdadero “sí mismo”.

Ahora bien, este verdadero “sí mismo” de cada cual, este programa de vida que es el vocacional, comprende, claro está, todos los órdenes de la existencia, no se refiere solamente a la profesión u oficio que vamos a elegir. Se refiere, por ejemplo, al orden de nuestros pensamientos u opiniones. Cada uno de nosotros podrá tener la opiniones que quiera, pero sólo un cierto equipo de esas opiniones posibles constituyen lo que él tiene que pensar si quiere pensar según su vocación. Y si se empeña en adherir a otras opiniones, vivirá intelectualmente en falso consigo mismo.

Pero al insistir yo tanto en que cada hombre tiene un programa vital que es el único auténticamente suyo, no se subentienda y con ello malentienda que, por ejemplo, lo que un hombre tiene que opinar, sea, por fuerza, distinto de lo que el prójimo tenga que opinar. Al contrario: la mayor parte de lo que tenemos que ser para ser auténticos nos es común con los demás hombres lanzados sobre el área de la vida a una misma altura del largo destino humano, es decir, con los demás hombres de nuestra época. Yo puedo pensar si quiero que dos, y dos son cinco; pero la voz interior me grita que no lo pienso auténticamente, tengo que pensar que dos y dos son cuatro. Ahora bien, esto no me es exclusivo: todos tenemos que pensar lo mismo en cuantos órdenes caen rigurosamente dentro del círculo de la ciencia. Es el destino del hombre actual tener que pensar, quiera o no, científicamente, es decir, conforme a estricto razonamiento, en todo asunto que caiga en la órbita de la ciencia. La razón científica, se entiende en su zona y límites, es inexorablemente un imperativo que forma parte de la autenticidad del hombre actual. Y cuando oigan ustedes como han oído estos años y seguirán oyéndolo todavía otros pocos, muy pocos ya, decir a alguien que él no quiere razonar ni pensar conforme a la ciencia, no le crean ustedes; se entiende, no crean ustedes que auténticamente él lo cree, por mucho que vocifere y aunque parezca dispuesto a dejarse matar por esa pseudo-creencia. Es tan poco auténtico como el que hoy sostuviese que la ciencia es todo, que la ciencia sola salva al hombre, etc. Esto era auténtico en 1833, pero no en 1933. El destino o proyecto vital del hombre europeo es hoy, en buena parte, distinto deL de hace un siglo. Y es que ciertas dimensiones de nuestra vida individual no son ellas de contenido individual sino, al revés, comunes a todos y, como suele decirse con término anticuado, “objetivas”. No hay un pensar sobre los números, un hacer cuentas, una matemática para cada hombre, sino, al contrario, cuando el hombre piensa números, aritmetiza su verdad subjetiva, su autenticidad consiste precisamente en adscribirse a la verdad objetiva.

Y esta objetividad no se reduce a la ciencia. Con leve modificación de sentido existe también en otros órdenes, por ejemplo en la política. Lo que el hombre de hoy puede decidir como su opinión política para el porvenir no está a merced del azar individual. Hay una autenticidad política, querámoslo o no, que nos es común a todos los hoy vivientes en cada país, hay una vocación general política. Estaremos dispuestos o no a oírla, pero ella suena y resuena en nuestro interior. Y sería curioso y sintomático de la época que esa única política auténtica de 1933 no estuviese representada hoy, en todo el mundo, por lo menos claramente, por ningún grupo importante y desde lejos visible. Si esto fuera así tendríamos que, hoy está viviendo el hombre una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose (lo mismo por la derecha que por la izquierda). Y como ustedes son jóvenes en su mayoría, tendrán tiempo holgado, bien seguro estoy de ello, para que los hechos les aclaren a ustedes estas palabras un poco enigmáticas que acabo de decirles.

Pero a lo que iba. Como todos llevamos dentro una vocación en gran parte común, la que corresponde a ser contemporáneos, bastaría con que supiésemos escuchar su voz y no la alterásemos para que pudiéramos profetizar lo que va a ser en sus líneas generales el futuro, por lo menos el próximo. ¿Cómo no va a ser así, si son los hombres, quienes hacen ese futuro, quienes lo imaginan? No es, pues, tanto mirando fuera cuanto preescrutando en la más solitaria, soledad de sí mismo como puede cada cual prever el porvenir. Claro que esto, saber quedarse solo consigo y ensimismarse, es una de las faenas más difíciles.